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martes, 22 de abril de 2014

CIUDAD - JOAQUÍN ROMERO MURUBE





Siempre se me resistía el secreto de alguna de sus mil esquinas. Yo había buscado por su cuerpo blanco la última palabra gozosa que la definiera, simple y completa, a mi deseo. Yo había buscado la sombra final, con oros de sol quietos entre cubos de albahacas, que guardase el secreto de sus luces, o, la fuga de sus calles retorcidas, allá en el horizonte de sus barrios del cielo, por si en ella la gitanería daba, en gozo y fiesta, más claro y más libre su secreto. Pero siempre mis manos y mis ojos vacíos. Yo lo esperaba en el ángulo de todas las horas: por la mañana, cuando el sol dejaba caer su
lenta comba de oro espeso para que saltara el día; a la tarde, en esa trasparencia de aire celeste que le daba la fugitiva corriente del río; en la noche, por si la sombra era más buena con la fuerte desnudez de su bello cuerpo misterioso. Yo quería encontrar a mi ciudad el momento de su angustia, el instante final de su reserva, sorprender su defensa postrera para que se me entregara toda — su secreto — como una mujer, total y absoluta, a mi deseo. Pero siempre la ciudad me huía: se me iba por los trenes del crepúsculo, se me escapaba, loca y descompuesta de alegría, por los espejos errantes del río, o se me deshacía en el aire, en el repique de todas las campanas tiradas al viento desde las torres de la mañana en los barrios llenos de sol, pregones y mujeres.



¿Sería su secreto esta ausencia de línea definidora, este temblor de perfiles inexactos, entrevistos, de sus curvas y sus cielos? ... No. Porque, un día, en la desesperanza, pero ¿qué es esto en mi voz — nos dijimos — este repique en mi risa, esta alegría de giralda en el pecho, estas calles, luces, barrios, fuentes, sombras, fiestas, ríos, jardines, aquí todo, tan vivo —¡y tan lejos! — en mis ojos, en mis manos, en mis labios, en mi frente? ... pues tenía a la ciudad toda, grande e íntima, enorme y chiquita hasta caber bien en mi bolsillo, en mi cartera, en mi voz, dentro, honda, ingrávida y dulce bajo el cielo del pecho. Y la guardé con su secreto difícil, y—por New-York, por París, por Alejandría— la llevo siempre, aquí, en el temblor de mi voz, hecha sólo memoria de calles y de torres, cruces y revueltas, tarde de geráneos, perfume de plaza, patio o jardín, sobre el corazón, sobre los labios, mirándola costantemente en los cines interiores de los ojos, blanca sobre el oro de la tierra andaluza, mía ya, Sevilla, ciudad,  concepto, gloria en mi voz, en mi risa, en mi sangre.

















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